
Sus zapatitos negros reflejaban la soledad de su corazón: Sofía aguardaba temerosa en la puerta; su maletita rosa, llena de sueños por realizar, observaba ansiosa la gran entrada.
Era de menuda figura; sus ojos verdes, como piedras preciosas, mostraban una enorme necesidad de amar; su carita era la de un ángel; su olor era especial: ella era especial. Llevaba un lindo vestidito guinda, bastante remendado; muchas veces la vieron con él, dando vueltas en el inmenso jardín o jugando con una dulce muñeca en su habitación.
- Sofía es muy especial - dijo el hombre que la acompañaba.
- No lo dudo – afirmó Alfredo observando a la niña, detenidamente.
- Está en buenas manos: doña Esperanza es muy buena persona, ella tiene un corazón de oro. – prosiguió el encargado.
- Mi pequeña no duerme si antes no le leen un cuento; por favor dejen la luz prendida hasta que se duerma porque le tiene miedo a la oscuridad. – dijo con lágrimas en los ojos. Tomó las manos de la niña y pareció darle un suspiro de su alma al besárselas. De repente, una lágrima corrió por el rostro de Alberto; Sofía lo notó de inmediato y le dio un abrazo aliviador a su padre.
- No se preocupe, vaya tranquilo – respondió el encargado cerrando la puerta lentamente.
La pequeña veía a su adorado papi desaparecer tras la enorme puerta de madera con vitrales amarillos; jamás olvidaría la expresión de dolor en su rostro, las ganas de correr a abrazarla sin importar lo que pasara, la tristeza con la que la observaba, sin poder hacer nada.
Al morir Rebeca, su padre no supo cómo guiar el hogar, la triste Sofía se refugiaba en un mundo de ensueño, donde nadie podía dañarla. Pasaba las noches contemplando el techo de su habitación, imaginando el cielo estrellado: jugando con su imaginación.
Alberto no contaba más cuentos, no daba más besos de buenas noches, no decía más un: “sueña con los angelitos, mi pequeña”.
Norma, lo intentó todo; no soportaba la idea de que su nieta, su única nieta, evadiera la realidad de aquella manera: jugaba con ella, le contaba cuentos; pero aun así no logró llenar el enorme vació que dejaba Alberto, al no estar en casa.
Una noche, sumido en el alcohol, Alberto recordó a Rebeca, recordó su dulce mirada, su perfume natural, sus ojos angelicales. Sintió la necesidad de ver a Sofía de decirle cuánto la quería, que no quería abandonarla nunca más.
Al día siguiente volvió a casa temprano, llevaba una muñeca y chocolates para su hija. Sofía no podía ocultar su sorpresa, tal vez eso era lo que le faltaba: el vacío que no podía llenar.
- Te amo Sofi, perdóname hijita.
- Te quiero mucho, papi. Nunca más te vayas – dijo la pequeña regalándole un gran abrazo a Alberto, un extraño, que de la noche a la mañana volvió a ser su padre, quien comprándole su primera muñeca ganó su amor otra vez.
Sin embargo, ya nada era igual, Rebeca no estaba más y la pequeña Sofía no parecía darse cuenta de su ausencia. Alberto no podía más, no podía soportarlo más. Su hija no podía llenar el profundo vacío que había dejado la muerte de su esposa. Se sentía cada vez más confundido; muchas ideas cruzaban por su mente antes de dormir, cada una más ridícula que la anterior.
Una mañana, como muchas, Alberto entró al cuarto de su tierna hija: Sofía, quien dormía profundamente aferrada a su muñeca de trapo, la niña sonrió entre sueños, se dio la vuelta y volvió a caer en la almohada.
- No quiero hacerte esto, pequeña – dijo dulcemente, mientras acariciaba su cabello, suave como la brisa del viento.
- Pero es algo que no puedo dejar pasar… - dándole un beso salió de la habitación, y dejó a su hija soñar con un mundo mejor.
Alberto lo pensó mucho antes de dar ese gran paso: no podía volver atrás, era una decisión irreversible.