miércoles, 10 de febrero de 2010

El corazón que te regalé después de la muerte

El puente nos esperaba, el sol se decidía a salir. Me apuré en sacar la sombrilla, no quería quemarme cual camarón. Y allí estabas, puntual como cada mañana, pasando por mi costado sin inmutarte, y yo, muda. Ni buenos días, buenas tardes, buenas noches. Maleducadísima, yo. Eras nuevo en el pueblo y ya todos te amaban, que si el señor lleva saco largo, que si le gusta enseñar a los niños, que si su madre tiene mucho dinero, que si tiene maestría. Puro bla, bla, bla y nada más. Nadie intentaba si quiera un saludo con el famoso señor indiferencia. Pero qué podía saber una simple pintora como yo, ni madre con dinero, ni maestría, ni capacidad para amar niños. Totalmente distinta. ¿Qué era yo? Solo una pueblerina con afanes artísticos, con anhelos reprimidos y retratados en lienzos intensamente extraños. Desde que llegaste, mi rutinal paseo de domingo se había convertido en una completa tortura. Y es que no eres tú, soy yo. Estoy tan locamente interesada en conversarte que pierdo la noción de mis nervios. No controlo mi cuerpo, lo dejo vibrar y terminó por huir al campo más cercano, toda roja yo, sin insolación, pero sí con mucha vergüenza.

Las cosas seguirían igual si un día mi solitaria y atípica sombrilla de domingo no hubiera volado por los aires hasta toparse con tu cabello perfecto. Me disculpé de tantas formas pero no, claro que no, tú no aceptabas ni una sola de mis súplicas, salvo una. ¡Haría lo que fuera! Dije por fin para que me perdonaras de una vez por todas. Con la influencia que poseías podías hacer que por algo tan insignificante, mis últimos clientes terminarán por tildarme de loca y largarse con algún pintor que pinte tonterías. Nos encontramos en el lago a las diez de la noche, no llegues tarde. Raramente mi corazón se iluminó, no me disipé, me alegré y sollocé por dentro. Me sonreíste de la misma forma que siempre, hice lo mismo, al menos intenté que mi boca luciera la mitad de perfecta que la tuya. Entonces a las diez.

Es difícil que llueva en esta época del año, me repetía constantemente, aunque en el fondo sabía que esa noche posiblemente llovería. De todos modos, no llevé paraguas. Llegué puntual, lo extraño de aquella cita es que era relativamente tarde, mientras el pueblo dormía yo empezaba a ser yo. Lo vi, perfumadísimo, él, con sus ojos de ensueño reflejándose en la luna y viéndome a mí ¿acaso era comparable? Entendí que el señor Alonso indiferencia, como solía llamarle, no quería solo hablar pues inmediatamente me tomó de la mano y me guió hacia el puente silencioso de cada mañana. Me lo dijo tan tranquilamente que pensé que era una broma. Alonso era Mario, mi novio muerto hacía cinco años. No entendía cómo. Él realmente murió, lo vi mientras era enterrado. Intentó convencerme, de todas las formas posibles. Diciéndome que yo llevaba un tatuaje en forma de luna en mi espalda, algo que él no tendría por qué saber, jamás habíamos intimado. Diciéndome que mi postre favorito era la torta de manzana con chispas de chocolate. Diciéndome que me extrañó por mucho tiempo, que deseaba verme desde hacía tanto. Atiné a pensar que estaba completamente chiflado, hasta que me la mostró, la cicatriz que tenía en el vientre era la misma de la bala que atravesó a Mario un 6 de Agosto de 1984.

Estaba absorta en mí, ¿podría ser? Me lo pregunté tanto que elaboré miles de posibles respuestas en pocos segundos. Y andaba en esas, cuando, inesperadamente, Alonso tocó suavemente mis labios con los suyos. No sabía qué hacer, corresponder o mostrarme enfadadísima y largarme de allí en el acto. Mi cuerpo pudo más que yo y colapsó ante la enfermedad terminal, la que más heridas deja, la más satisfactoria, la más compleja, la más hermosa: el amor. Sí, aquella noche sin luna, sin sol, sin nubes, sin cielo, me enamoré enloquecidamente de un hombre que decía ser mi novio reencarnado. Lo amé, lo disfruté, lo deseé tanto que el beso se hizo interminable, y de pronto, el pueblo se llenó de lecheros, panaderos y pueblerinos. Ya eran las seis. Alonso me acompañó hasta mi casa. Sentía que la vida se nos iba cuando estábamos juntos, que las veinticuatro horas del día eran pocas, que los siete días, los doce meses, todos eran insuficientes. Sobrevivimos cuatro años de amores locos, de días de campo en el parque sobre el hielo de un invierno infernal, de cafés inesperados y agradecidos en mi casa, en la suya, en donde nos agarrara el frío o el calor, o lo que fuera. Y tal vez, nuestras vidas hubieran continuado de aquel singular modo si un domingo no se hubiera presentado la llovizna interminable que amenazó con destruir todo lugar con vida.

Alonso y yo nos refugiamos en mi casa bajo la mirada asustada e inconforme de los vecinos y sus cuentos sobre moral. Una señorita de su casa, viviendo con un hombre, juntos, sin estar casados, se merece un castigo divino. Ella, una arrivista, pobre hombre, presa fácil, tan guapo, tan adinerado, tan afortunado. Y ella, una oportunista, aprovechadora. Me odiaban, y lo entendía, de un día para otro habían tenido que acostumbrarse a mis largas noches de conversación y algo más con Alonso, solos, sí, solos los dos. Hasta ese día, en que intenté algo nuevo, quería pintarlo, solo para mí, para recordarlo siempre si aquello no era eterno. Pero me cansé y decidimos dormir un poco antes de continuar, mientras la lluvia incesante caía cual caño abierto afuera. El tiempo pasó y cuando, finalmente, desperté, Alonso se veía algo diferente; su piel, verde, maltratada, triste. De pronto, su vida se fue yendo y no comprendí cómo, nunca, nunca, ni hoy, mucho después. Y así como vino, se fue. Y así como me enamoré, jamás pude olvidarlo, y el retrato a medias que me dejó fue el único vestigio de nuestro amor, aquel amor extraño, sobrenatural. Porque no era Alonso quien estaba en mi vida, era Mario, siempre lo fue, y así como apareció, se regresó sin avisar. Y así como una noche abandonó su tumba dispuesto a quererme otra vez, así se fue de nuevo a ella, hecho polvo, pero con todo el amor que le pude dar dentro del corazón de tierra. Aquel corazón que aún después de la muerte, me regaló y que hoy conservo en una vitrina para algún día mostrárselo al pequeño Sebastian que se emociona con cada palabra que digo de su padre.

Mi adiós te alcanza y se despide











Tu cabello dice adiós mientras el frío de las cuatro golpea mi cerebro, haciendo a mis ojos transpirar,
intento no ver, no verte, a ti, a tus manos, a tu cielo.

Y entonces te vas, mueres, desapareces,
y anuncias tu partida a mis oídos,
y no quiero escuchar,
y ya no quiero hablar,
y te abrazo, y me alejo,
y te pierdes.

Y odio el momento, el segundo, en que la última palabra me fulminó el corazón.

viernes, 5 de febrero de 2010

1

Juguetona, alegre, graciosa,
engreída, gritona, renegona,
solías llamarme.
Egocéntrico, picarón, hablador,
perfecto, profundo, diverso,
solía llamarte.
Diferentes y parecidos, lo éramos,
y juntos, uno solo,
y solos, una penuria,
y unidos, un conjunto,
y separados, incompletos.

jueves, 4 de febrero de 2010

El pianista de mi vida incierta











El piano en la habitación contigua busca tu respiración,
las teclas anhelan tus manos sagradas de pianista,
virtuosas, dichosas, constantes.

Anhelo tu sonrisa provocadora, tus ojos miel de madrugada,
tus manos de ensueño, melodiosas, hurgando en mi corazón,
los pasos atenuantes de tus huellas inciertas,
el olor a jasmín en tu cabello perfecto,
el traje de cada concierto esparciendo rosas perfumadas en mi vida,
el ingenio de cada nota durante las noches de amor,
mis ideas extrañas sobre la naturaleza de tu ser.

Y es que solo aspiro a algo, a no olvidar nunca mivoz al llamarte por tu nombre,
el que, toda a mí, me cambió.

0










Y, últimamente, me siento tan desesperada que, por las noches, como sal y busco detrás de cada retrato, un rastro de ti.
E, inevitablemente, me sangra tanto el recuerdo que no intento drenarlo más.
E, inesperadamente, mis anhelos parecen sombriós garabatos a lápiz.
Y, desgraciadamente, mi mirada ansiosa es sólo un sueño que se pierde en la penumbra de la vigilia.
Y, rápidamente, el reloj de arena que marca mis horas me evade descaradamente.