
Las cosas seguirían igual si un día mi solitaria y atípica sombrilla de domingo no hubiera volado por los aires hasta toparse con tu cabello perfecto. Me disculpé de tantas formas pero no, claro que no, tú no aceptabas ni una sola de mis súplicas, salvo una. ¡Haría lo que fuera! Dije por fin para que me perdonaras de una vez por todas. Con la influencia que poseías podías hacer que por algo tan insignificante, mis últimos clientes terminarán por tildarme de loca y largarse con algún pintor que pinte tonterías. Nos encontramos en el lago a las diez de la noche, no llegues tarde. Raramente mi corazón se iluminó, no me disipé, me alegré y sollocé por dentro. Me sonreíste de la misma forma que siempre, hice lo mismo, al menos intenté que mi boca luciera la mitad de perfecta que la tuya. Entonces a las diez.
Es difícil que llueva en esta época del año, me repetía constantemente, aunque en el fondo sabía que esa noche posiblemente llovería. De todos modos, no llevé paraguas. Llegué puntual, lo extraño de aquella cita es que era relativamente tarde, mientras el pueblo dormía yo empezaba a ser yo. Lo vi, perfumadísimo, él, con sus ojos de ensueño reflejándose en la luna y viéndome a mí ¿acaso era comparable? Entendí que el señor Alonso indiferencia, como solía llamarle, no quería solo hablar pues inmediatamente me tomó de la mano y me guió hacia el puente silencioso de cada mañana. Me lo dijo tan tranquilamente que pensé que era una broma. Alonso era Mario, mi novio muerto hacía cinco años. No entendía cómo. Él realmente murió, lo vi mientras era enterrado. Intentó convencerme, de todas las formas posibles. Diciéndome que yo llevaba un tatuaje en forma de luna en mi espalda, algo que él no tendría por qué saber, jamás habíamos intimado. Diciéndome que mi postre favorito era la torta de manzana con chispas de chocolate. Diciéndome que me extrañó por mucho tiempo, que deseaba verme desde hacía tanto. Atiné a pensar que estaba completamente chiflado, hasta que me la mostró, la cicatriz que tenía en el vientre era la misma de la bala que atravesó a Mario un 6 de Agosto de 1984.
Estaba absorta en mí, ¿podría ser? Me lo pregunté tanto que elaboré miles de posibles respuestas en pocos segundos. Y andaba en esas, cuando, inesperadamente, Alonso tocó suavemente mis labios con los suyos. No sabía qué hacer, corresponder o mostrarme enfadadísima y largarme de allí en el acto. Mi cuerpo pudo más que yo y colapsó ante la enfermedad terminal, la que más heridas deja, la más satisfactoria, la más compleja, la más hermosa: el amor. Sí, aquella noche sin luna, sin sol, sin nubes, sin cielo, me enamoré enloquecidamente de un hombre que decía ser mi novio reencarnado. Lo amé, lo disfruté, lo deseé tanto que el beso se hizo interminable, y de pronto, el pueblo se llenó de lecheros, panaderos y pueblerinos. Ya eran las seis. Alonso me acompañó hasta mi casa. Sentía que la vida se nos iba cuando estábamos juntos, que las veinticuatro horas del día eran pocas, que los siete días, los doce meses, todos eran insuficientes. Sobrevivimos cuatro años de amores locos, de días de campo en el parque sobre el hielo de un invierno infernal, de cafés inesperados y agradecidos en mi casa, en la suya, en donde nos agarrara el frío o el calor, o lo que fuera. Y tal vez, nuestras vidas hubieran continuado de aquel singular modo si un domingo no se hubiera presentado la llovizna interminable que amenazó con destruir todo lugar con vida.
Alonso y yo nos refugiamos en mi casa bajo la mirada asustada e inconforme de los vecinos y sus cuentos sobre moral. Una señorita de su casa, viviendo con un hombre, juntos, sin estar casados, se merece un castigo divino. Ella, una arrivista, pobre hombre, presa fácil, tan guapo, tan adinerado, tan afortunado. Y ella, una oportunista, aprovechadora. Me odiaban, y lo entendía, de un día para otro habían tenido que acostumbrarse a mis largas noches de conversación y algo más con Alonso, solos, sí, solos los dos. Hasta ese día, en que intenté algo nuevo, quería pintarlo, solo para mí, para recordarlo siempre si aquello no era eterno. Pero me cansé y decidimos dormir un poco antes de continuar, mientras la lluvia incesante caía cual caño abierto afuera. El tiempo pasó y cuando, finalmente, desperté, Alonso se veía algo diferente; su piel, verde, maltratada, triste. De pronto, su vida se fue yendo y no comprendí cómo, nunca, nunca, ni hoy, mucho después. Y así como vino, se fue. Y así como me enamoré, jamás pude olvidarlo, y el retrato a medias que me dejó fue el único vestigio de nuestro amor, aquel amor extraño, sobrenatural. Porque no era Alonso quien estaba en mi vida, era Mario, siempre lo fue, y así como apareció, se regresó sin avisar. Y así como una noche abandonó su tumba dispuesto a quererme otra vez, así se fue de nuevo a ella, hecho polvo, pero con todo el amor que le pude dar dentro del corazón de tierra. Aquel corazón que aún después de la muerte, me regaló y que hoy conservo en una vitrina para algún día mostrárselo al pequeño Sebastian que se emociona con cada palabra que digo de su padre.